1 de mayo de 2009

Croacia, las maravillas de la Costa Dálmata




En la región de Dalmacia, en pleno Mar Adriático, existe un reguero de ciudades y pequeños pueblos de pescadores donde dejaron su huella griegos, romanos, bizantinos, francos y venecianos. Merece la pena llegar hasta aquí para revivir la historia y surcar un mar salpicado por miles de islas, playas inimaginables y parques naturales.
En la taberna Mate, del pequeño puerto de Skradin, me contaron una historia impresionante: la de una familia alemana que durante tres generaciones había veraneado en esta parte de la costa dálmata y no había faltado a su cita vacacional ni durante los peores meses de la guerra (1992-1995), que los croatas siguen llamando "la guerra patria". Las fotos de los alemanes, amarillentas unas, dobladas por la humedad las otras, cuelgan de un tablón de corcho en el interior de la taberna. Y aquellas sonrisas, adultas e infantiles, rubias y sonrosadas, están ahora rodeadas de camisetas y gorras de verano que los turistas dejan en la taberna para dar testimonio de su paso por el pueblo. Es un pequeño detalle de la hospitalidad y la calma de este trozo del litoral de Croacia.
Evoque –los que tenien edad para hacerlo, y los que no, imaginen con poco esfuerzo– la costa oriental española en los años 40. Desde Port Bou hasta el estrecho. Pinos sobre el agua, pequeñas calas, playas kilométricas, montes pelados, pueblecitos de pescadores y casitas cerca de la playa, más para guardar barcas que para vivir en ellas. Pongan a ese paisaje cientos de islas delante, islas como carámbanos verdes y horizontales, estiradas y largas, que apuntan al sur sobre el mapa de esta parte del Adriático, y tendrán una visión clara de la Croacia costera de hoy, y particularmente de la región dálmata, renacida también de una guerra civil atroz, cuyos traumas y huellas acechan y se agazapan aún en muchos corazones y dan cuenta de la contienda en múltiples paisajes, urbanos o campestres. Le pregunté a Zdravko Banovic, director de la Oficina de Turismo de Split, qué le falta a la región de Dalmacia en cuanto a turismo. "Todo –me contestó–. Le falta todo".
Y, sin embargo, lo tiene todo. Tiene todo cuanto puede contentar al turista no demasiado exigente –los dálmatas desprenden una parsimonia secular, todo hay que decirlo, las más de las veces agravada por la época totalitaria que sufrieron– o al viajero que necesita estar en paz consigo mismo. Esta es una región de "more i kamena", que en croata significa algo tan simple como "mar y piedras".
El mar lo impregna todo, desde las urbes más importantes hasta los pueblecitos más recónditos, y ante su vista a uno le cuesta distinguir la tierra firme del reguero de islas que pespuntean casi todos los horizontes. En cuanto a las piedras, tal vez bastaría con recorrer las callejuelas de los restos del Palacio de Diocleciano en la ciudad de Split, en cuyas aguas se libró la batalla de Lepanto y donde Cervantes labró amistad con Marco Marulic, colega en las letras; o sentarse un rato en una terraza de la Plaza de la República Croata, en Sibenik, y dejar que el atardecer vaya dorando una de las plazas renacentistas más bellas de Europa, llenando de una luz amelada las cabezas de los condes venecianos que, entre perros y leones, festonean las paredes de la Catedral. O puede que todo se resuelva en piedras del pasado, como en la iglesia de San Donato, en Zadar, en cuya base todavía sobresalen los trozos de columnas romanas que una vez hicieron glorioso el foro de esta ciudad. Toda civilización se ha levantado sobre los restos de la anterior. Lo que tiene de curioso la iglesia de San Donato –hoy centro cultural– es que quienes la edificaron no tuvieron empacho alguno en dejar bien a la vista los trozos de columnas que utilizaron como basamento de apoyo. Hay otras ruinas, pero estas pertenecen a la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados se encargaron de bombardear la ciudad. Pero también ésta es otra historia.
Sí, definitivamente esta región dálmata es una constante sucesión de mares y piedras del pasado, que es como decir que es un enclave que ha sido atravesado por toda clase de culturas, todo tipo de navegantes y colonizadores y toda suerte de guerras, pillajes y muerte… y vuelta a empezar. A su paso por esta costa dálmata, a uno se le hace difícil visionar en la imaginación que el espléndido hotel Le Meridien, en Split, hubiera sido un centro de acogida de refugiados de guerra durante casi toda la reciente contienda, ahora que, asomado a su terraza, uno admira los yates de lujo que quedan abajo en el puerto náutico. La ciudad vieja de Split es algo así como un diamante en bruto engarzado en un anillo de plástico. Cuanto se conserva del Palacio de Diocleciano es para dejar boquiabierto al más viajado. Uno aconsejaría adentrarse en la parte museística y urbana de lo que fue la maravillosa finca de jubilación del emperador romano después de haber caminado a lo largo del Paseo Marítimo de la ciudad –espacioso, magnífico-, haber visto los dibujos de cómo era todo aquello en tiempos del emperador y haber asomado la cabeza en la óptica Anda, incrustada en una cúpula que formó parte del palacio.
Al recorrer la costa dálmata uno se pregunta cómo no ha entrado aquí todavía un capitalismo feroz y especulador que acabe por reducir el paisaje a torres de cemento y cristal, reflejo de tanta vulgaridad depredadora como impera en las costas españolas del Mediterráneo, sin ir más lejos. Aquí, en la costa dálmata todo es inocente y casi puro. Un contrasentido, teniendo en cuenta tanta crueldad y sangre vertida por los avatares bélicos que aquí se produjeron desde siempre.
Como dato crematístico, de cara al turismo bastaría con poner como muestra el que una familia de cuatro miembros puede alquilar un pequeño apartamento con cocina en el pueblecito de Omis, por ejemplo, por unos 35 euros diarios. Y luego, en este mismo pueblo costero, enclave de piratas en los siglos XII y XIII, recorrer el río Cetina en botes de alquiler o tomarse tranquilamente una cerveza en la margen derecha del río, admirando la montaña y el viejo castillo que protegen el pueblo. Toda la costa es así: pueblos al abrigo de un río o en el recodo de una cala. El litoral viene festoneado de puertos náuticos, la mayoría de ellos para botes de pesca o veleros y lanchas de recreo, con sus konoba, esas tabernas donde pedir una botella de rogaza –un orujo color miel, afrutado y ligero en el paladar y más serio, segundos después, en el estómago–. Luego, todo invita a la paz.
No es de extrañar que los habitantes de Skradin te digan, con toda la sencillez del mundo, que aquí viene a pasar algunos días de vacaciones un tal Bill Gates, de Estados Unidos. Y tan tranquilos. Y el señor Gates, sin que le presten mucha atención, se pasea por este pueblo situado en un recodo del río Krka –de nuevo las historias de piratas–, cuya iglesia muestra las fotos de los destrozos ocasionados por los serbios. Y en todas partes crecen los cerezos y las higueras, cuyos deliciosos higos se venden en casi todos los mercados de frutas de la zona.
A esta región le falta todo para el turismo… y, sin embargo, lo tiene todo. Por lo menos tiene un paisaje todavía intocado, todavía limpio, todavía posible para que siga siendo uno de los mejores rincones del Mediterráneo. Constatable en un cementerio, por ejemplo: el de la isla de Primosten. Este camposanto, situado en lo alto de la colina que forma la isla –una de las más turísticas de la región–, no tiene nada que envidiar al Cimitière Marin de Lamartine en cuanto a un marítimo romanticismo, inundado de luz. A todo el que aquí llega le sobrecoge una calma sólo rota por la rotundidad de los colores y el vuelo de los pájaros. Otro camposanto, o museo al aire libre, es la ciudad de Trogir, parada obligatoria de todos los viajeros. Tal vez demasiado turístico, dirán algunos. Muy histórica e historiada, dirán otros. Lo cierto es que da gusto pasear por sus calles empedradas por grandes losas de piedra marfileña y sentarse en alguna de las terrazas de la plaza, al amparo del dios Kairos, el que nos recuerda todavía el carpe diem, el momento de la felicidad, la misma felicidad que debieron sentir griegos y romanos, bizantinos y francos, venecianos, franceses y austriacos, que hicieron de esta pequeña urbe, y de casi todas las del litoral, la sede de sus apetencias y la culminación de sus deseos. Como sucede en Sibenik, en la desembocadura del río Krka, que al ver su enclave uno todavía anda preguntándose por qué los romanos no se asentaron aquí en lugar de establecerse en los alrededores. Hoy Sibenik es una ciudad repleta de iglesias –en una de ellas todavía funciona un reloj turco que la Serenísima República de Venecia ganó para la causa–, palacios gótico-venecianos y una catedral cuya cúpula renacentista huele a Florencia sobre los 16 ventanales y las estatuas de los santos Miguel, Marcos y Santiago que, según las leyendas de obligada creencia, se detuvo en esta ciudad camino de tierras galaicas. Lo mejor de toda esta región es que puede recorrerse casi a fondo en apenas tres días.
Y el mar. El mar que lo impregna todo, especialmente en Zadar. Las guías le dirán al visitante que Alfred Hitchcock dijo que aquí había visto los mejores atardeceres de su vida; o los mejores del mundo. Bueno, no hacía falta el rey del suspense para esta obviedad paisajística. La técnica moderna ha resuelto acompañar los atardeceres sobre el mar de Zadar con una gran esfera panel-solar que se ilumina por la noche, mientras a sus pies las olas penetran en unas escalinatas y su empuje hace sonar un órgano, diríase que catedralicio, las 24 horas del día; a veces es Bach puro. Y el sol se pone sobre las islas, puede que agradecido del espectáculo de luz y sonido. Y el mar. Surcado siempre por las velas de embarcaciones. Le pregunté a un viejo pescador si no le tenía miedo al bora –viento frío y seco del noreste– que empezaba a soplar con fuerza aquella tarde. "Claro que temo al bora", me dijo. Y añadió: "Pero he sobrevivido a muchas guerras y he pasado toda mi vida en el mar. Tampoco estaría tan mal morir en él".

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