19 de abril de 2011

Croacia: la cultura más allá de las fronteras

Hace varios años, algo más de cuatro millones de habitantes de la costa adriática yugoslava se despertaron habitando un nuevo país: Croacia, Hrvatska. Esta nación, antigua e independiente en muchos momentos de su historia, pertenecía desde 1945 a la Federación Yugoslava, el único país que habían conocido todos aquellos croatas que tuviesen en 1991 menos de 46 años.

Mariscal Tito 

Se inició entonces un proceso de reconstrucción de identidad que en muchos casos supuso un proceso doloroso de sustitución de los mitos y los héroes fundacionales. El arte contemporáneo rápidamente inició reflexiones al respecto con trabajos como Gen XX de Sanja Iveković, que entre 1997 y 2001 desarrolló un proyecto sobre las partisanas yugoslavas proclamadas oficialmente “heroínas nacionales” durante la época del mariscal Tito por su lucha contra el nazismo. Tras la disolución (y demonización) de Yugoslavia, estas mujeres desaparecieron radicalmente de la memoria colectiva: su lucha, su sacrificio, de la noche a la mañana era visto como inútil. La madre de la artista se encontraba entre estas heroínas caídas.
La vida cultural croata sufrió, con la separación, una hecatombe: los dibujantes de fronteras impusieron sus marcas y hubo que discriminar quién era qué. Pero ese proceso no era tan fácil…

De Yugoslavia a Croacia
¿Con qué cine crecieron aquellas generaciones de croatas? Con las películas bélicas de Stipe Delić y Veljko Bulajić, con las historias cómicas e insensatas de Slobodan Šijan, maestro directo de Emir Kusturica. ¿Qué canciones se cantaban en las fiestas familiares? Temas de sevdalinka, el blues balcánico, de Jadranka Stojaković, Himzo Polovina o el maravilloso Ibrica Jusić. Los jóvenes escuchaban música industrial de Laibach y el rock gamberro de Vlatko Stefanovski y Bielo Dugme, el primer grupo de Goran Bregović y en los colegios era lectura obligada Ivo Andrić, gloria nacional yugoslava y premio Nobel más que merecido. Pero no todos estos nombres eran croatas sino también serbios, bosnios, macedonios, eslovenos… de pronto hubo ir a investigar quién había nacido dónde para saber qué era croatamente válido.


El proceso de re-culturalización, sin embargo, iba más allá de las simples partidas de nacimiento: era necesario encontrar “la esencia”, esto es, la diferencia. Acorralada entre la dimensión gigantesca de la cultura serbia, con una producción animada por las décadas de capitalidad de Belgrado como centro de Yugoslavia, y la enorme vitalidad de Sarajevo como núcleo de una cultura de fuerte personalidad como es la Bosnia -europea, eslava, musulmana y con grandes influencias judías- Croacia encontró su escape cultural en el mar, dándole la espalda (o el medio lado) a todo aquello que sonase a balcánico, es decir, a turco, el gran fantasma de la historia croata. Tal vez por ello en los folletos turísticos, en las guías, en los reportajes sobre Croacia resuena una y otra vez el mismo nombre: la klapa, el buque insignia de la identidad marítima croata, una identidad que llamamos mediterránea aunque en Croacia a menudo se denomina adriática.

La Croacia que mira al mar
Las klapas son coros de música polifónica que enlazan por un lado con la tradición de cantos marineros, como son las habaneras, y por otro emparentan con los cantos litúrgicos católicos, otra seña de identidad de este país, históricamente rompeolas del cristianismo contra el islam otomano. Tradicionalmente masculinas, aunque hoy también hay grupos de voces femeninas, cantan a la vida cotidiana de la costa croata: las konobas, tabernas rústicas típicas de Dalmacia, el vino, las olivas y, por supuesto, el amor, argumento esencial en todo el mundo. Numerosos artistas han incorporado la klapa a sus trabajos, aunque siempre yuxtaponiéndola y en muy pocas ocasiones generando algo nuevo a partir de ella. Es posible ver klapa en las calles de las ciudades turísticas durante el verano, aunque la mejor manera de disfrutarla es acercándose a un de los numerosos festivales que se le dedican. El más famoso y con más solera es el que se celebra en Omiš a finales de julio y que cumplirá este año su cuadragésima tercera edición. Y sin embargo, aunque indudablemente mediterránea, Croacia no es sólo eso…

Las fronteras de la cultura


En el año 2006, Croacia envió a Eurovisión a una de sus estrellas del pop enlatado, Severina Vučković. Defendió, es un decir, un tema pop titulado Moja štikla en el que aparecía acompañada por un grupo de música y danza tradicional. El escándalo en Croacia fue mayúsculo. ¡Pero si aquello era música serbia! ¡Pero si los bailarines parecían derviches giróvagos, turcos o, lo que es lo mismo, bosnios! La controversia incluyó a periodistas, musicólogos, nacionalistas, ex-combatientes… y, en el fondo, tenían razón. O casi. El baile “turco” de la polémica no era otra cosa que linđo, la danza más típica de Dubrovnik, un lugar de cuya croacidad nadie sospecha. Esta danza se acompaña del sonido de la lijerica un pequeño instrumento de cuerda se apoya en la rodilla y suena al ser rasgado con un arco. Todos estos elementos forman parte del folclore rural de Dalmacia, una estrecha franja de tierra que se extiende entre el mar y Bosnia-Herzegovina, con la que está inevitablemente conectada, más aún cuando la zona actualmente fronteriza alberga la extensa comunidad de croatas bosnios, una vuelta de tuerca en esta zona de identidades laberínticas.


A este tipo de tradiciones difícilmente contenibles por las fronteras pertenece la ganga, una forma de música polifónica rural muy cercana a la klapa pero mucho menos apreciada por la oficialidad, cuyas manifestaciones se parecen sorprendentemente, en sonoridad y vestuario, a la jota aragonesa y que se canta tanto en Croacia como en la vecina Bosnia. Más allá llega el kolo, baile circular característico de la zona, bailado tanto por bosnios como por serbios o croatas, imprescindible en las bodas y muy cercana a las danzas de los judíos que, recordemos, también habitaron la zona hasta que otra matanza los desplazara. Ver bailar kolo en Croacia es sólo cuestión de suerte, pues cualquier manifestación folclórica, por pequeña que sea, incluye necesariamente algún momento de kolo. Eso, o conseguir ser invitado a una boda en Croacia, en Serbia, en Bosnia…

Difícil tarea, sin duda, delimitar lo exclusivamente nacional cuando la nación ha sido por cincuenta años otra, cuando se comparte idioma, origen, historia, gustos y problemas con los países vecinos. Complicado delimitar lo propio cuando las poblaciones, a pesar de las campañas de limpieza étnica, están mezcladas. La guerra demostró sobradamente cómo imponer las fronteras a la gente pero ¿cómo se imponen las fronteras a la cultura?

El instrumento de la concordia
La tamburica es un ejemplo divorcio entre cultura popular y oficialidad, entre la teoría y la práctica, entre la política y el corazón. Este diminuto instrumento de cuerda es a los croatas lo que la gaita a los escoceses. Se utiliza en multitud de bailes tradicionales, da nombre a un género musicacreative commonsl e incluso la Radio Televisión Croata tiene su orquesta de tamburica. Se ha utilizado en cantos nacionalistas y en himnos patrióticos y, sin embargo, esta pequeño laúd es todo lo que los croatas no quieren ser: es de origen turco y está muy extendido en algunas zonas de Serbia. Un buen lugar para disfrutar de la tamburica es Požega donde se celebra, a finales de verano, el festival Cuerdas de Oro de Eslavonia (Zlatne žice slavonije). Otro gran festival de tamburica es el Tamburafest que se celebra cada año en la ciudad ¡Serbia! de Deronje.

Música sobre el terreno
Siendo como ha sido siempre un lugar de choque (que apenas de encuentro) de culturas, el folclore croata está plagado de fiestas medievales de caballeros y damas, moros y cristianos o turcos y católicos. El más impresionante de todos ellos es la competición de jinetes llamada Alka y que se celebra en Sinj, en Dalmacia, el primer domingo de agosto. En la isla de Korčula, durante los meses de verano se puede disfrutar de un baile de espadas que tiene un elocuente nombre, moreška, en el que un rey negro y un rey blanco se disputan una princesa enamorada, por supuesto, del blanco quien, también por supuesto, gana la batalla. El espectáculo, cuando la banda que lo acompaña está inspirada, tiene un interesante sonido que mezcla de forma imposible la fanfarria gitana, el cabaret judeo-europeo y la música militar.

Hay dos maneras de ver todas estas tradiciones. La primera es seguir de cerca las actuaciones del grupo Lado, los grandes conservadores del folclore croata, en el que se incluyen las tradiciones de los croatas de Serbia y Bosnia. Otra posibilidad es dejarse caer por Zagreb a mediados de julio, cuando se celebra allí el festival internacional de folclore. Menos tradicional en el sentido ortodoxo de la palabra, pero mucho más creativo y desvinculado de la Croacia turística es el festival Ethnoambient de Solin, creado por uno de los músicos más interesante que ha dado el país en las últimas décadas: Mojmir Novaković. Este personaje inquieto lleva veinte años investigando la música tradicional croata, recuperando repertorios totalmente olvidados y mezclándolos sin complejo alguno con las formas más ruidosas del rock o la música electrónica, primero junto a su grupo mítico Legen y actualmente bajo el nombre de Kries. Sus historias sobre mitos eslavos, en sus propias palabras “tienen un fuerte mensaje que puede ser aplicado aún hoy cuando los humanos seguimos compitiendo para ver qué tradición es mejor o qué dios más poderoso. Esta lucha sólo deja tras de sí pueblos quemados, personas masacradas, patrimonios culturales desaparecidos y corazones rotos. Estas lecciones deberían haber sido aprendidas siglos atrás”.


Fuente: Brigitte Vasallo - Este artículo fue publicado en la revista Lonely Planet Magazine, en junio de 2009.

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